Ella –la mujer que habría hecho enloquecer de lujuria a más de un hombre- me entregó el mejor de sus sueños como muestra de amor infinito hacia mí. No supe qué decirle. No la amaba, en modo alguno, pero se trataba de un regalo fabuloso, que no podía rechazar por nada del mundo, así que lo acepté de buena gana, asegurándole además que yo también la amaba, con toda mi alma. Sin duda se dio cuenta de mi mentira –nunca he sabido mentir, ni de niño-, pero hizo como si se lo creía y nos casamos. Fuimos muy felices. Tuvimos tres hijos, una casa preciosa y montones de alegrías. Nunca la amé, tal y como yo entendía que debía de ser el amor, pero nunca me sentí infeliz. Por las noches, mientras abrazaba el sueño que ella me había regalado con tanto amor, me sentía el hombre más dichoso del mundo.
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9 comentarios:
La felicidad soñada no deja de ser una pesadilla...
Precioso. Menos negro de lo que parece, ya que la mayoría de las personas vivimos abrazadas a sueños... Unas veces de una clase, otras de otro.
Un saludo.
Es muy bonito, Roberto. Hay que abrazarse fuerte a esos sueños por la noche que el día ya se esforzará en arrancarlos de nuestros brazos.
Hola, Alfredo. Ay, la felicidad... ese gran tema...
Hay que soñar, Pilar, eso está claro. Gracias por tus palabras.
Me encanta tu comentario, Marcos.
Un saludo, Roberto! Hace una temporada que no te visitaba, por lo que me he estado perdiendo cuentos tan chulos/cabroncetes como éste.
Ahora me toca darme el atracón: estoy como un niño delante de todos los regalos que le han echado los reyes. Ay que me da la ansiedad...
¡Hola, Marcos! Cuidado con abrazarse a los sueños de los demás. ¡Tienen efecto ventosa!
;-) Saludos
Hola, Alberto, que te cunda el atracón.
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