En la parte más escondida del bar se hallaba la mesa de billar
americano. En estos momentos, con música de jazz de fondo, se estaba librando
en ella una partida a cara de perro. Jugaban dos chavales que eran buenos
amigos, pero su amistad quedaba de lado al jugar al billar.
-No te voy a dejar meter ni una bola más –se jactó Jaime bravuconamente
mientras ponía tiza en la punta de su taco.
Raimundo lo miró sonriendo. Jaime siempre se chuleaba; era ancho y
fuerte como un toro, de rostro rudo y tosco. Raimundo, por el contrario, estaba
tan delgado como el palo de billar que sostenía con una mano, pero era tan
arrogante como Jaime.
-Eso ya lo veremos –replicó.
Y lo cierto es que, poco a poco, Raimundo lo vio. Jaime metió sin
fallar una bola tras otra, metiendo al final la bola negra.
-Buena partida –acertó a decir Raimundo, rascándose con resignación su
larga melena.
-Ya te advertí que no te iba a dejar meter ni una más –dijo Jaime
sonriendo.
Dejaron los dos palos sobre la mesa de billar y volvieron a la mesa donde
estaban antes sentados. Entonces miraron a la barra, oculta desde la mesa de
billar, y allí descubrieron a una mujer impresionante, de pie y de espaldas a
ellos; estaba a unos diez metros. Su cabello era negro y liso y le caía como
una cascada sobre la sinuosa espalda, dejando al descubierto su trasero, un
precioso manjar encerrado en unos aprisionantes pantalones vaqueros. Mientras
su mano izquierda blandía con languidez un vaso de cerveza, sus piernas de
bailarina sostenían con firmeza su espléndido cuerpo.
-¿Has visto qué tía? –susurró Jaime, paralizado de la impresión.
-Ya la veo, ya –asintió Raimundo boquiabierto.
-Menudo culo tiene.
-Sí... Lindo de verdad.
-A ver si se vuelve y le vemos pronto la cara, no sea que sea
feísima -bisbiseó Jaime con cierta
ansiedad.
-Oh, no, no puede ser fea –disertó Raimundo-. Con ese culo...
-Bueno, pronto lo sabremos –concluyó Jaime, comiéndosela con los ojos.
Dicen que si se mira a una persona fijamente, durante un buen rato,
ésta acaba por volverse instintivamente. Sin embargo, la mujer, que era la
única clienta del bar, no parecía tener intención alguna de volverse. Estaba
justo de espaldas a ellos: no podían ver ni su perfil; bebía con parsimonia la
cerveza mientras miraba hacia la entrada del bar, ajena por completo a los dos
pares de ojos que la calibraban de arriba abajo.
-Oye, ¿no será una conocida? –dijo Jaime de pronto.
-No, hombre, no. ¿Tú crees que si conociéramos a una tía así no la
hubiéramos reconocido ya?
-Sí, es verdad.
Una mosca revoloteó por delante de ellos, pero no le prestaron mucha
atención; entre mirar a la mujer o a la mosca, eligieron a la mujer.
Ella, por cierto, seguía de espaldas, sin volverse ni un milímetro.
Parecía una estatua, que sabes que nunca se va a mover.
Dentro de la barra, la vieja camarera (que además era la dueña del bar)
estaba enfrascada en la lectura de una revista de chismes. No prestaba mucha
atención a la mujer. Ni a los dos jóvenes. Ni siquiera a la mosca.
-Oye, ¿y no será una buscona? –pensó Jaime.
-No, hombre, no –bufó Raimundo-. Si ni siquiera se ha dignado a
mirarnos.
-Será que no se ha percatado de que estamos aquí. Creerá que no hay
nadie en el bar y por eso mira la puerta: para ver si entra alguien.
-Sí, mira la puerta para ver a su novio.
-¿Su novio?
-Hombre, es obvio que ha quedado con alguien.
-Bueno, yo no lo veo tan obvio. Pero si ha quedado con alguien, ¿por
qué no ser ese alguien una amiga suya y, a ser posible, que esté tan buena como
ella?
-Joder, eso estaría bien –asintió Raimundo sonriendo.
Jaime cogió el cenicero de cristal que había en la mesa y lo observó
pensativo.
-Ya sé cómo conseguir que se vuelva.
-¿Cómo? ¿Llamándola?
-Ya lo verás –sonrió.
Y lanzó con fuerza el cenicero contra el suelo, el cual se quebró en
mil partes, haciéndose cisco y resonando el golpe como una explosión a pesar de
la música de fondo.
La camarera levantó la vista, resopló con desánimo y siguió leyendo la
revista. La mujer-estatua ni se inmutó. Echó un trago a su cerveza
tranquilamente, sin preocuparse en absoluto por lo que ocurría detrás de ella.
-No se ha vuelto –dijo Jaime asombrado-. Debe de estar sorda.
Raimundo estornudó estruendosamente un par de veces.
La mujer siguió con la vista fija en la entrada, como si nada.
-O está sorda o se lo hace –opinó Raimundo.
-Me estoy empezando a poner nervioso –dijo Jaime mientras sacaba un
cigarrillo-. A este paso se irá del bar sin que le veamos la cara.
Y no le faltaba razón; la mujer había acabado ya la cerveza.
Jaime llevó el cigarrillo a la boca y sacó su mechero. Intentó
encenderlo, pero no lo logró: su mechero no daba señales de vida.
-Hasta el encendedor me da la espalda hoy –se disgustó.
Lo intentó un par de veces más, pero sin resultado. El mechero estaba
acabado.
-Déjame tu encendedor, anda –le pidió a Raimundo.
-No –dijo Raimundo, con voz seca.
-¿Qué? Oye, que el mío se ha quedado sin gas. Déjame el tuyo.
-No –volvió a decir Raimundo.
-Pero ¿qué te pasa? ¿Te has vuelto loco? –preguntó Jaime con tal
expresión en su rostro que era él el que parecía un loco.
Raimundo lo miró con fijeza.
-Pídele fuego a la tía de la barra –sugirió.
Jaime se echó a reír.
-¿Sabes?, tienes razón. Eso es lo que voy a hacer.
Se levantó de la silla, sacó pecho y fue andando poco a poco hacia
ella. Raimundo se recostó en la silla; la escena merecería la pena.
Jaime se acercó altivamente a la mujer, llegó a su lado y le dijo con
voz de duro:
-¿Me das fuego?
La mujer ladeó la cabeza hacia él y lo observó.
Jaime se quedó entonces paralizado, petrificado, mirándola con los ojos
como platos.
-No –dijo ella con voz grave.
Jaime entreabrió la boca ligeramente, y el cigarrillo que tenía entre
los labios cayó al suelo. Se volvió, sin mirar atrás, y empezó a desandar con
suma lentitud sus pasos, como un zombi.
Raimundo lo miraba alucinado, sin comprender.
Jaime llegó a la mesa y se sentó de nuevo al lado de Raimundo; le
temblaba el cuerpo como si le hubieran dado una descarga eléctrica.
-Dios mío, sus ojos... –murmuraba débilmente.
-¿Qué te ha pasado? –le preguntó Raimundo sonriendo-. ¿Te has dado
cuenta de que se te ha caído el cigarrillo como a un bobo? ¿Por qué has puesto
esa cara?
-Esos ojos... –seguía murmurando Jaime.
-¡Eh, Jaime! ¿Me estás haciendo caso? –dijo Raimundo cogiéndolo del
brazo-. ¿Me estás oyendo?
-Sí, sí... –asintió Jaime con un hilo de voz.
-Bien. ¿Qué, es guapa?
-No me he fijado.
-¿Que no te has fijado? ¿Y en qué te has fijado entonces?
-En sus ojos.
-¿Ah, sí? ¿Unos bonitos ojos, eh? ¿De qué color?
-Rojos. Rojos como la sangre.
-¿Rojos? ¿Me estás tomando el pelo?
-No –dijo Jaime, con cara de no mentir en absoluto-. Y eso no es todo.
Cuando sus pupilas de color rojo me miraron, sentí algo muy extraño. Algo
maléfico, diría yo. Tuve que apartarme de ella, alejarme de ella, si no...
-¿Si no... qué? –preguntó Raimundo-. ¿Qué me quieres decir? ¿Que es una
vampira? ¿Que es una mujer lobo? ¿Que es una diablesa?
-No sé..., tal vez sea algo de eso.
-Eres un ingenuo –dijo Raimundo suspirando-. Lo más seguro es que sea
una bromista y se habrá puesto unas lentillas rojas para quedarse con el
personal.
-No creo que llevara lentillas rojas.
-Bueno, quizás haya sido un efecto óptico producido por las luces del
bar. Hay algunos focos rojos en el techo.
-No ha sido ningún efecto óptico.
-¡Ya sé! ¡Ya lo tengo! –saltó Raimundo-. Ya sé lo que ha pasado.
¿Tienes memoria fotográfica? ¿O mirada fotográfica?
-¿Qué estás diciendo?
-Bueno, ya sabes que a veces en las fotos la gente sale con los ojos
rojos...
-¡Vete a la mierda! –exclamó Jaime furiosamente-. ¡Deja ya de burlarte,
coño! ¡Esto es serio!
-Está bien... Perdona, tío, perdona –se disculpó Raimundo, abrumado.
En el bar seguía sin entrar nadie. La mujer de la barra seguía mirando
la entrada; seguía sin volverse. La camarera seguía leyendo la revista.
-Bueno, voy a verla. A ver qué ojos rojos tiene –dijo Raimundo mientras
se levantaba.
Jaime lo cogió con fuerza del brazo y lo sentó de golpe.
-Ni se te ocurra –dijo enfáticamente.
-¡Eh! ¿Qué pasa? Tú has ido a verla. ¿No la puedo ir a ver yo?
-No vayas.
-Venga, hombre. Debe de haber pocas tías con los ojos rojos. Y si ésta
los tiene, yo los quiero ver.
-Es peligroso –sentenció Jaime, muy serio.
-Mira, tú has ido y no te ha pasado nada. Tampoco me pasará nada a mí.
-Pero yo he conseguido escapar de ella. Tú eres más débil; igual no
consigues escapar.
-Venga, venga, no me vengas con tontadas. Voy a verla –dijo mientras se
levantaba de nuevo de la silla.
Jaime lo volvió a coger del brazo.
-¿No hueles el peligro? ¡Joder!, esos ojos indican peligro. Si tú ves
un semáforo en rojo, ¿qué haces?
-¿Qué quieres decir?
-Te paras, ¿no? No cruzas. Bien, te voy a dar un consejo: no cruces.
-Esto es absurdo –dijo Raimundo resoplando-. Estamos hablando de la tía
de la barra como si se tratara de la
Muerte en persona.
-Quizás lo sea.
-¿Ah, sí? Bueno, ya que hemos sacado el tema de la muerte te diré que
me muero de ganas de verla. Y es más, creo que si no voy a verla, ahora mismo,
me muero.
-¿Y si mueres por culpa de ir a verla?
-Hay que arriesgarse en esta vida –dijo Raimundo y se encogió de
hombros.
-¿Cómo puedo convencerte de que no debes ir?
-No puedes.
Se soltó del brazo de Jaime y empezó a caminar lentamente hacia la
mujer. Jaime quedó sentado, mirándolo con miedo, con horror, como si lo viese
caminar hacia los infiernos.
En el bar seguía sin entrar nadie. Raimundo llegó decidido hasta la mujer
y se apoyó con un brazo en la barra.
-Hola –dijo sonriendo.
Jaime los miraba temblando. Sentía frío, un frío intenso por todo el
cuerpo. Sin embargo, a la vez, estaba empezando a sudar. Horrorizado, vio cómo
la mujer de la barra y Raimundo empezaban a hablar e incluso éste sonreía.
Pero, Dios, ¿es que no veía sus ojos? Los dos sonreían y hablaban; parecía que
estuvieran bromeando. ¿Acaso se podría bromear con la Muerte? De pronto, se
dijeron algo y los dos dejaron atrás la barra y empezaron a caminar hacia la
entrada del bar. ¿Es que se iban a ir? ¿Los dos juntos? Raimundo empujó la
puerta y los dos salieron del bar. Raimundo salió sin despedirse de Jaime, sin
decir nada. ¿Es que la mujer lo había hipnotizado con sus ojos de serpiente? La
puerta del bar se cerró, como una losa, y quedaron solos la camarera y Jaime.
Terriblemente solos.
Jaime sentía que su trasero estaba pegado por completo a la silla; no
se podía levantar. Sudaba de forma copiosa y sentía deseos de gritar, de gritar
como un loco a los cuatro vientos. ¿Dónde lo llevaría esa mujer? ¿Dónde irían?
¿Y por qué Raimundo no se había despedido de él? ¿Y por qué no salía corriendo
a salvarlo de esa mujer? Y sí, esto último fue lo que decidió hacer. Se levantó
de un salto de la silla y echó a correr presuroso hacia la puerta del bar. La
camarera lo vio pasar corriendo a toda velocidad, pero apenas se inmutó; siguió
al momento leyendo la revista. Jaime llegó a la puerta y la abrió de un fuerte
empujón. Salió a la calle y giró la cabeza en todos los sentidos, intentando
divisarlos. No se les veía por ningún sitio. Aturdido, corrió hasta la esquina
más cercana y miró en los dos sentidos: no estaban. Había poca gente en la
calle; de estar ellos se verían con facilidad. Corrió hasta el otro extremo de
la calle y miró por las callejuelas que cruzaban: no estaban. Como dos
fantasmas, se habían esfumado en un suspiro. ¿Dónde se habrían metido? ¿Dónde
estarían ahora?
Jaime se detuvo en seco y notó que su corazón latía desaforadamente;
estaba duchado en su propio sudor y las piernas le temblaban como flanes de
gelatina. Se sentía mal, tremendamente mal: había perdido a su amigo, a su
mejor amigo; como le sucediera algo... Y no había podido detenerlo. Había
estado a punto, pero no lo había conseguido.
Desesperado, se fue a casa atormentándose con sus pensamientos. Al llegar llamó por teléfono a
Raimundo. Por supuesto, nadie cogió el teléfono. “Es normal, quizás más tarde
esté”, se dijo Jaime tranquilizándose.
Al cabo de una hora volvió a llamar. Nadie contestó a su llamada. Al
cabo de dos horas volvió a llamar. Nadie respondió. Al cabo de tres horas
volvió a llamar. Nada. Al cabo de cuatro horas volvió a llamar. Nada.
Jaime se estaba empezando a poner histérico; fumaba un cigarrillo tras
otro y deambulaba de un lado a otro de la habitación. ¿Qué habría hecho la
mujer con él? ¿Qué estaría haciendo con él ahora? ¿Le estaría chupando la
sangre? ¿Lo estaría despellejando vivo? ¿Lo estaría crucificando? ¿Le estaría
clavando astillas por todo el cuerpo? De pronto, interrumpiendo sus
pensamientos, el teléfono empezó a sonar. Jaime lo descolgó de un tirón.
-¿Sí?
-Oye..., soy Raimundo.
-¡Raimundo...! ¡Estás vivo!
-Sí, pero por poco. Esa tía casi me mata...
-¡Ya te lo advertí! –chilló Jaime-. ¡Joder!, ¿dónde os habéis metido?
-Me ha invitado a subir a su casa; vivía justo al lado del bar. Hemos
subido y hemos follado como locos. Cuatro veces. Casi me deja seco. Y todavía
quería más, y más, y más. Me he tenido que escapar, si no, me destroza.
Jaime se había quedado mudo.
-¿Estás ahí? –preguntó Raimundo.
-Sí, sí, estoy aquí –susurró Jaime, confuso-. ¿Y follar ha sido todo lo
que habéis hecho? ¿Eso ha sido todo?
-Bueno, ¿qué querías que hiciéramos?
-Sí..., claro –acertó a decir Jaime-. Pero..., ¿y sus ojos?
-Ah, tenías razón. Sus ojos alertan como un semáforo. Los utiliza como
si fueran un semáforo.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Que tenía los ojos verdes –explicó Raimundo-. Y crucé.
Yo estaba esperando el momento en que irrumpiría la policía en el bar y los enchironaría a todos... Por fumar, claro.
ResponderEliminarYa, es lo que tiene que el cuento ya tenga unos añitos... Qué nostalgia...
ResponderEliminarEsta historia apareció, por cierto, en mi libro de relatos "La luz del diablo" (Mira, 2008).
ResponderEliminarLo recordaba. Me gustó mucho este relato cuando lo leí por primera vez en "La luz del diablo" Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Marcos, ya sabes que le tengo mucho cariño a "La luz del diablo", un libro que me ha dado bastantes alegrías.
ResponderEliminarOtra reseña vecino!
ResponderEliminarhttp://www.soupedelespace.fr/leblog/
Y otra mas!
ResponderEliminarhttp://www.croqulivre.asso.fr/spip.php?article5098&var_recherche=M%E9re%20du%20h%E8ros
Las acabo de ver, vecino. ¡Una maravilla!
ResponderEliminar